Introducción: La ciudad aburrida

Helia nunca se habría podido imaginar que algún día iba a ser capaz de admirar la belleza de la nieve, pero ahí estaba, inmóvil, dejando que los copos se posaran en la chaqueta larga y negra que heredó de su padre. Aunque el abrigo era bastante grueso, éste no conseguía detener el frío que se hacía hueco entre sus hebras para causar una angustiosa tiritona. 

A pesar de los temblores, estaba detenida en uno de los tres puentes que cruzaban el gran río que dividía la ciudad en dos parajes. A su izquierda se encontraba la zona de nueva construcción, donde los edificios de piedra roja contrastaban con las nuevas edificaciones de curvas imposibles, a su derecha estaba la zona antigua, donde el empedrado helado y los edificios llenos de musgo se llevaban todo el protagonismo de los pocos turistas que paseaban. 

Estaba claro que su presencia en esa ciudad pequeña y algo solitaria no era para nada casual. A ella siempre le gustó viajar, pero sus objetivos solían ser sitios cálidos y decorados por algún mar cristalino que la ayudaban a desconectar de su ajetreado mundo laboral. 

Volviendo otra vez a la realidad, miró su reloj de color turquesa y comenzó a tirar de la gran maleta rosa hacia el casco viejo. Fue complicado pasear con su equipaje por culpa del empedrado, pero no tardó mucho en llegar a su destino.

En una calle angosta y silenciosa, se elevaba un edificio de piedra blanca de tres pisos diferente a los demás. No solo el material era distinto (los otros estaban construidos de una piedra más tosca y de un tono amarronado), la puerta principal y las verjas de las ventanas de las viviendas habían sido elaboradas con un hierro de color verde, en contraposición del negro que se hacía presente allá donde mirases.

La joven posó sus ojos en las dos hileras de viviendas que había a lo largo de la calle Palomares. Los hogares estaban conectados a través de las cuerdas de los tendederos que viajaban de un lado a otro con bastante capricho. Al final la vía se abría en una plaza, donde unos pocos árboles y unos columpios de hierro funcionaban como parque infantil. Alrededor del parque había varios locales, pero Helia estaba lo suficientemente nerviosa como para ponerse en esos momentos a investigar estos lugares.

Cogió sus nuevas llaves y abrió la puerta de color verde del edificio número diecinueve. Subió las escaleras llevando la maleta a pulso (era un horror que en los edificios viejos no hubiera ascensores) y llegó hasta el último piso. Se paró en la puerta color chocolate de la derecha con una mirilla diminuta que estropeaba el liso de la madera, y decidida, entró en el hogar que consiguió en la herencia de su recién difunta abuela. 

Al cerrar la puerta tras de sí, Helia volvió a respirar el olor a café y madera que le traía tantos recuerdos de su infancia. A pesar de encontrarse en plena oscuridad cerró los ojos intentando centrarse en su olfato, pero recordando otra vez la hora, soltó la maleta y dejó que su abultado abrigo se deslizara hasta el suelo.

 -¡Hora de trabajar! -gritó entusiasma a la nada.

Contoneando su cuerpo desnudo hacia el interruptor, sus labios se tornaron en una sonrisa burlona.


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